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El Cabanyal como Paisaje
En esta ciudad hablar del Cabanyal o escribir sobre este barrio histórico, ya no es nuevo, y se ha dicho casi todo sobre el conflicto, con detractores y defensores, incluso elaborando curiosas teorías o argumentos verdaderamente insólitos. Poco que añadir, las cartas están sobre la mesa.
Esta es una situación poliédrica (¡qué difícil es encontrar un hecho urbano que sólo tenga una cara!) y por ello resulta arriesgado simplificar o resumir, pero aún a riesgo de equivocarme diré que, sobre todo, se trata de un problema de paisaje urbano.
Paisaje porque reúne todas las características para serlo, componente sensorial, percibido como una unidad, con límites difusos, que observa y es observado, que pertenece a la memoria colectiva, que se modifica con el tiempo, que tiene componentes visibles e invisibles, que nos envuelve cuando nos acercamos, que lo descubrimos con facilidad en el mapa.
Un paisaje con ley, es decir que su lectura sigue un guión. Si el laberinto tiene una ley, estamos salvados, dijo aquel que estaba metido de lleno en los vericuetos; porque la comprensión, la lectura, nos llevará a la salida. En cambio, el laberinto casual, anecdótico, sin ley, ese es indescifrable.
El Cabanyal, como paisaje, tiene ley, se entiende desde el mar y desde el paralelismo. Es una ley marinera ajena a ensanches ortogonales, isótropos y poco respetuosos.
Pero además de paisaje, es urbano. Que quiere decir social, animado, con gente dentro. Y la gente es vida, es historia, es parloteo, es actividad, son emociones.
Por eso es un paisaje enriquecido, como las vitaminas que tomamos para añadir valor a nuestros alimentos. Vitaminas para la ciudad, valor añadido, componente irrenunciable. Sin este barrio, la ciudad pierde vida.
El paseo de Blasco Ibáñez hoy, es un paseo hermoso e intermitente, con entidad propia y sin vocación de destruir nada. Prolongarlo sin mirar más allá de lo casual, no es distinto de lo que supone construir una autovía por la huerta. Ya sé que hay diferencias, pero en este caso los campos son arquitecturas, los caminos la trama urbana, las gentes son siempre las gentes, con sus quimeras y su historia a cuestas y, de pronto, otra vez un elemento extraño que atraviesa sin sensibilidad un medio que no entiende ni valora.
El Cabanyal es un parque natural lleno de especies protegidas, en peligro de extinción y para las que habrá llegado el fin del mundo con antelación porque, si se culmina el proyecto, sólo serán recuerdo y sabemos que los recuerdos se construyen con ausencias.
Como antídoto sólo cabe la reflexión, el esfuerzo por alcanzar la sensibilidad, la capacidad de utilizar con destreza el bisturí, y la voluntad de devolver a este barrio su condición de paisaje urbano vivo y habitado.
Resulta inútil buscar coartadas, desde el punto de vista interesado, que hablan de urgencias de la ciudad, de la necesidad de llegar más deprisa a aquí o allá, de hipotéticas mejoras apoyadas en la teoría de destruir para proteger.
Tal vez esas actuaciones tengan justificación en algún caso, lo dudo, porque suelen acabar poniendo al descubierto otros intereses. Pero en el Cabanyal tienen menos aún porque el barrio está entero y vivo, con su trama urbana como soporte firme, imperecedero, con sus arquitecturas heridas, es verdad, pero con sus gentes pidiendo soluciones porque quieren seguir viviendo en sus entrañas.
Dar la espalda a este paisaje urbano e intervenir sobre él de una manera esquemática será herir a la ciudad y privarla de uno de sus valores principales; la ciudad será menos ciudad, y la ciudadanía perderá memoria colectiva.
Sin embargo, mirar de frente al Cabanyal, reconocer sus valores, plantear su rehabilitación imprescindible apoyándose en su identidad, en su trama urbana, en su arquitectura, y mantener el paseo al margen de la intervención, es empezar a poner las bases de una nueva manera de entender la ciudad como crisol de cultura y convivencia.
Junio 2010
Rafael Rivera.
Arquitecto. Profesor de urbanismo en la E.T.S.A. de Valencia.